El otro día le relaté a mi amigo Alejandro Portilla (insigne poeta cántabro de gintónic y madrugada) una pesadilla erótica vía correo electrónico. Él me ha dicho que no me preocupe, que lo mío es una sobrecarga en la escopeta. Pero me preocupo. Tengo las neuronas de marejada y el oleaje me abandona, una y otra vez, en un parque temático en el que el Marqués de Sade le hace perrerías al Espíritu Santo. El pulso se me acelera. Intento pensar en la muerte, pero la muerte me da besos. Alejandro dice que no caiga en la trampa de los bares de seňoritas del Soho, y yo contesto que mercantilizar el sexo es la peor manera de darle la razón al capitalismo. Hay algo en mí que sobra, quizá la juventud, quizá las semanas sin tener cerca de mi seňora. Veo una foto de mis hijos peinados a raya con colonia y no puedo más que pensar en el instante previo al momento en que empezaron a ser vida microscópica. Mi dulce mujer, con su juego de caderas, está tan lejos que sólo me queda rezar alone in the dark. Si Dios no hubiera querido que nos aliviásemos por nuestros propios medios la sobrecarga de escopeta, en vez de manos, nos hubiera puesto aletas. Al menos la sobrecarga no me ha inquietado la curiosidad en la culata. El día que eso ocurra, me pego un tiro en la sien con mis propias balas.
21 septiembre 2007
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