Rupert Murdoch planea comprarme y mi director no me ha dicho nada. Creo que no tiene valor para hacerlo o que no sabe cómo enfocarme el tema; por la redacción me mira sin mirar, como se fija uno en la puerta del porno cuando va a comprar la prensa. Pero hay cosas que no se pueden ocultar, las señales que anticipan la compra son inequívocas; oigo rumores, mis compañeros hacen corrillos y mis acciones –todas, hasta las insustanciales- se disparan en la bolsa, tanto que, de cuando en cuando, oigo cómo me sobrevuela la Visa de platino y diamantes de Damocles al salir de la madriguera. La oferta debe de ser millonaria. Soy el paso que sigue a The Wall Street Journal en la cadena trófica de la estrategia mediática. Por la noche sudo, mucho. Me despierto abrazado a una pesadilla en la que protagonizo un anuncio de champú y sobresalto a mi señora con un interrogante que se esparce entre las sábanas: ¿Qué voy a tener que hacer? ¿A que no es obligatorio dejarse el pelazo para trabajar con Murdoch? ¿A que no? Ella me pasa la mano por los rizos como viendo a la Hidra domesticada, mientras me tranquiliza diciendo que no tema al pelazo,que en News Corporation cada uno se peina como quiere. Después me llama tesoro, y un látigo de impaciencia me recorre la espalda. ¿Hasta dónde subirán mis valores? De momento los llevo de corbata, creo que ya han subido bastante.
08 agosto 2007
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