15 febrero 2008

El hombre que se folló a Goldberg (CBS)

Estaba comiendo en un restaurante moderno de comida pequeña y plato grande, solo, leyendo el periódico en analógico. Entonces, algo me ha reventado en el pecho, la catarata que absorbe al río, el suspiro que se traga el viento: Sentir, sentirlo todo en un segundo, sentir sin esperarlo, cuando la guardia está baja y el cuerpo abierto, dispuesto de inconsciencia. He llorado dos pensamientos por detrás de las lágrimas. He llorado en el restaurante, sin motivo. He llorado. La camarera me ha traído un helado, se ha detenido y me ha mirado las lágrimas, una por una, desconcertada, a punto de preguntarme si necesitaba ayuda narcótica de algún tipo. Ni me he movido ni he dicho, creo que ni he respirado. Diría que era estupefacción o sorpresa, pero ni siquiera, no había pensamiento: sólo un cuerpo retorciéndose, por fuera, lágrimas.
Al salir, he recordado esa música. Esa música que llevo incrustada en el cerebro, en algún rincón de la memoria, subyaciendo desde hace unos días; ese piano que no se detiene y que a veces no escucho pero que permanece, siempre, por debajo, acelerándose, pidiendo paso, gritando y susurrando, de puntillas, y perdonando vidas y pidiendo socorro. Ese piano.
Cuando he llegado a casa me he dormido. Sabía que tenía que estar allí y allí estaba, entre traumas y síndromes, entre Yocasta y los vampiros, una carpeta nueva entre tanto mueble viejo. En su interior, sin dejar de sonar, el piano; al piano, Glenn Gould, agachado y tarareando mientras se deja los dedos y el alma exprimiendo a Bach, follando con las Variaciones de Goldberg, torcido como un árbol viejo, con la vida supurándole por los dedos. Nunca nadie ha hecho el amor tanto, nunca nadie lo había hecho tan bello.
Ahora busco a quien me introdujo este troyano en el subconsciente, tengo que susurrarle una música que le trae lágrimas a la belleza y deja el cuerpo desbordado.


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