Me estaba haciendo pis como se hacen pis los turistas, al borde del desamparo. Los pubs reservan sus toilets para los clientes y yo soy un bebedor con código deontológico, por lo que estaba obligado a buscarme otros desagües. La idea de hacerle un pago en líquido al Alfayet padre y vivo me pareció conmovedora, así que entré a Harrods dispuesto a ejecutar el canto del cisne con la vejiga. Crucé la puerta principal de la casa de muñecas del consumismo sintiéndome héroe y filántropo al mismo tiempo, digno hasta la náusea, como una señora dueña de su propio abrigo. Como era de esperar, los baňos estaban en el sótano, que es una manera de ahorrarle trabajo a las aguas grises. Aceleré el ritmo en el pasillo mientras iba dejando paseantes de mercado a derecha e izquierda, ellos bien peinados y con gabardina, ellas perfumadas hasta en los flujos menstruales y con blazer, también turistas, claro, pero con ojos de estar mirando la manzana prohibida en la vitrina de un museo. Las billeteras más suculentas de Arabia se dejaban las migajas del petróleo en un trigre de cristal y una familia de burcas entraba al departamento de lencería envuelta en una bomba de humo. Mi vejiga ansiaba decir basta, pero hablar le parecía una temeridad. Entonces vi a Ernesto, serigrafiado en una caja de puros, metido en una vitrina, como un trofeo de caza del confort a crédito. Me acerqué y lo miré como se mira a un médico. El doctor Guevara decía: “Hasta la victoria siempre” y después completaba: “puros de La Habana”.
Ernesto, que no vean tus ojos muertos lo que los vivos han hecho con esa foto tuya tantas veces repetida. Ahora vendes puros en Harrods, que es algo así como el jardín de recreo de Davos. En tu honor me di media vuelta y salí a mear a la calle. Casi reviento el cinturón.
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