07 diciembre 2007

El tiempo del ácido y el dulce

Cada otoño les huelo la piel a últimos de octubre o primeros de noviembre. Las toco. Clavo en ellas una uña, normalmente la del dedo gordo de la mano derecha, y vuelvo a olerlas; en el aire se difumina algo ácido, y algo dulce, y, no sé por qué, al cerrar los ojos pienso en el color verde, cuando todo debiera llevarme al naranja, a un naranja pequeñito. En ese momento me siento eufórico. Pienso que el mundo funciona, que los engranajes del reloj siguen lubricados, y me desfila por la memoria de las fosas nasales todo mi pasado de últimos de octubre o primeros noviembre: un trapo de cocina a la vuelta del colegio cargado de mandarinas, ella, naranja y redonda, en la mochila de entrenar, o las primeras que compré yo mismo, y escogí también, en mi piso de estudiante, recién llegado a Madrid. Después llega a la memoria la sensación de frío, un frío de lápida y mármol el día de Difuntos, ese frío que nos saca el abrigo del armario y deja el cielo sin una nube.
Un mes y medio más tarde pierden acidez y la dulzura se les seca. La piel les coge holgura y se hace más gruesa, los poros son más profundos, y una capa de aire se infiltra entre el pericarpio y la fruta. Al comerlas aparecen las pepitas, una semana traen dos o tres cada una, a la siguiente una docena y después dos o tres por gajo. Estamos en diciembre y uno comprende que ya no merece la pena comer mandarinas. El frío ya no es de lápida, es un frío de farola y viento a las seis de la tarde, con la noche precoz humedeciendo las solapas del abrigo. Los días son cortos y las mandarinas languidecen en el mercado. Otra vez ha pasado el tiempo y ya no están tan guapas ni son tan sabrosas. Se empiezan a ver las uvas, que imagino de doce en doce, y, así, sigue girando la rueda.

Ilustración de José Sancho y Ángel Rodríguez

1 comentario:

ATT dijo...

¿Es posible que me haya emocionado leyendo un post sobre mandarinas?
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(Tengo que dejar de trabajar, tengo que dejar de trabajar, tengo que dejar de trabajar...)