Sueño con que me recomiendan siete de cada diez dentistas y luego me revuelco por la cama. Me restriego. Pienso en agentes antibacterianos, antiplaca, antisarro, antifaz. Siento el pinchazo de la anestesia en las encías, y en el punto álgido del dolor toco el placer, que segrega mi cerebro como si se le cayese la baba, y en un segundo me empapa los calcetines de la inconsciencia. Gimo. Me vuelvo grotesco. Pierdo el pudor y dejo de pensar en los vecinos. ¡Que me desaten de los grilletes de las convenciones sociales!, grito. ¡No estoy hecho para socializarme!, clamo. La aguja de la anestesia me vuelve a clavar el placer en las encías y se me ocurre pensar en el flúor a ráfagas de metralleta. No puedo ver clara su imagen, paso de puntillas sobre su concepto, como si su visualización completa pudiera matarme. Pero lo siento, en picadillo, disparado desde mil direcciones; átomos de flúor fluorescente impactando en el centro de la diana: yo, mí, me. Pienso en seda dental y en el marqués de Sade. Ato y desato, fustigo y lloro, prótesis de oro para rumanos y muelas de marfil para esposas de cazadores de elefantes. La perversión me lleva al rudimento y aparecen los palillos mondadientes. Toma y clava, retuerce y afila, sangra y saca el pedazo de carne. Dolor. Le declaro la guerra a la endodoncia y sueño con una extracción en la que un dentista soviético me oprime la cabeza contra su vientre para hacer más fuerza. Forcejea. Lucha. Hace palanca y me arranca de raíz la excitación y el grito. Me derrumbo y la posesión me abandona, me deja sobre la cama como un nervio muerto en el sumidero escupidera. Vuelvo a mi cuerpo y a las leyes universales. Y pienso que si no será este regreso, lento y silencioso como una fuga de gas a la inversa, lo más placentero de todo el tránsito.
30 noviembre 2007
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1 comentario:
Una confirmación más de que el dolor es mucho más creativo que el placer. ¿Quién podría disparar su imaginación en tantas direcciones distintas mientras llega al clímax orgiástico?
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