Dice un sociólogo en la radio que el 20% de españoles que sigue creyendo en la teoría de la conspiración lo seguirá haciendo, también los pregoneros, sus pregoneros, de mentiras cíclicas de posología diaria; no importa si es un confidente pagado al que ya nadie menciona; no importa si es una cinta de cassette de la Orquesta Mondragón que se rompió de tanto rebobinarla o si el argumento crece en la ausencia de una figura que no existe en el ordenamiento jurídico español y que muy probablemente se suicidó en Leganés, llevándose por delante la vida de la víctima 192. No importa dónde se apoye porque la verdad pretendida, que es la que se encuentra después de haber formado el argumento, crece en cualquier rincón, le basta con un poco de sombra, algo de humedad y una buena ración de estiércol.
Para creer no hacen falta certezas, sirve con la voluntad. Querer creer es más importante que poder, no hablemos ya del olvidado deber. No se cree lo probado si eso derrota el argumento. No se da el brazo a torcer aunque el pulso se haya perdido más de tres años antes; con la primera mentira. La ficción autogestionada, el embuste confortable, es un territorio al que la realidad no altera. Por eso, poco importan las investigaciones y casi nada la sentencia, aunque la sentencia sea la más seguida y quizá esperada de lo que llevamos de memoria. Poco importa porque los caminos divergieron entre las bombas y las urnas, cuando realidad y ficción se separaron; con ellas, los que quisimos creer a una y los que se obstinaron con la otra.
Los que creyeron en la conspiración no aguardaban esta sentencia para caerse del argumento, si acaso esperaban el texto para encontrar el resquicio por el que seguir huyendo, que es lo que se hace cuando se miente. Paranoicos, seguirán huyendo, ese 20%, sus voceros y sus titulares, con la única esperanza de no tener que reconocerse nunca a sí mismos la repugnancia moral de sus palabras, sus acciones y sus gestos, con la única esperanza de no ser nunca el rostro que su mentira evidenciada ha dejado al descubierto. Empezaron huyendo de la realidad y ahora huyen de sí mismos. Ha de ser triste no haber sabido comportarse con decencia en el momento en que este país más lo necesitaba, ahí vive el remordimiento.
Para creer no hacen falta certezas, sirve con la voluntad. Querer creer es más importante que poder, no hablemos ya del olvidado deber. No se cree lo probado si eso derrota el argumento. No se da el brazo a torcer aunque el pulso se haya perdido más de tres años antes; con la primera mentira. La ficción autogestionada, el embuste confortable, es un territorio al que la realidad no altera. Por eso, poco importan las investigaciones y casi nada la sentencia, aunque la sentencia sea la más seguida y quizá esperada de lo que llevamos de memoria. Poco importa porque los caminos divergieron entre las bombas y las urnas, cuando realidad y ficción se separaron; con ellas, los que quisimos creer a una y los que se obstinaron con la otra.
Los que creyeron en la conspiración no aguardaban esta sentencia para caerse del argumento, si acaso esperaban el texto para encontrar el resquicio por el que seguir huyendo, que es lo que se hace cuando se miente. Paranoicos, seguirán huyendo, ese 20%, sus voceros y sus titulares, con la única esperanza de no tener que reconocerse nunca a sí mismos la repugnancia moral de sus palabras, sus acciones y sus gestos, con la única esperanza de no ser nunca el rostro que su mentira evidenciada ha dejado al descubierto. Empezaron huyendo de la realidad y ahora huyen de sí mismos. Ha de ser triste no haber sabido comportarse con decencia en el momento en que este país más lo necesitaba, ahí vive el remordimiento.
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