Esta mañana he venido al trabajo acompañado por un pensamiento tautológico: “Lo voy a mandar todo a tomar por culo”. Un bucle de autodestrucción o de salvación empeñado en jugar al eco en la cueva de mi cráneo. “Lo voy a mandar todo a tomar por culo”, una y otra vez, en el atasco de los que optamos cada mañana por no hacerle un favor al planeta y coger el metro. En menos de un minuto decidí dejar el trabajo, vender el coche e irme de una vez por todas de esta meseta seca y estéril. Todo rematado con la coletilla del sexo tabú: “A tomar por culo” -allá a su fondo, Estambul, junto a la próstata, señalizado el punto con una ge-.
He entrado a la redacción dispuesto a inmolarme en el despacho de César González-Antón, también conocido como mi jefe. Estaba reunido. Entonces alguien me ha preguntado: ¿Qué tal las vacaciones? La mirada se me ha quedado vacía, como si me hubieran amputado el alma. No he tenido fuerza ni para arrancar un llanto forzado, desde luego, no he contestado. Con el corazón roto me he sentado en mi sitio, frente a este ordenador, manso como un castrado en Sábado Santo. He visto el mismo fondo de pantalla que hace un mes, los mismos archivos viejos en el escritorio y una buena ración de correos electrónicos sin leer a los que he llegado demasiado tarde.
La vida te está esperando cuando terminan las vacaciones, es la misma que antes, pero en los dos días del reenganche uno es capaz de verla desde fuera, como si no fuese propia. Entonces se le evidencian las miserias: lo poco que cobramos, lo lejos que se han quedado las expectativas y lo mal que nos sienta el traje. Dan ganas de divorciarse de uno mismo o de cortarse las venas. Por desgracia, la rutina viene pronto en nuestra ayuda, nos pone la venda en los ojos y nos devuelve de una pieza a este puzzle de autómatas. En dos días lo habré olvidado todo y seré, de nuevo, un número en el balance de diciembre de esta empresa. Así conseguiré pasar otro año sin pensar en mí, si soy rentable para alguien.
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