Cuento de batalla
Me subí a un árbol porque creí que las mujeres no saben trepar por un tronco. Me equivocaba. Miré desde la copa, como un cubito de hielo, y pensé que aquella columna de mujeres, desde lo alto de la secuoya, parecía más un ejército de hormigas que una marabunta de hembras deseosas de follarme. Las más rápidas, que eran etíopes, comenzaron a trepar como técnicos de Telefónica en un poste. Vi que aprovechaban el tronco del árbol para frotarse mientras me miraban. Me sentí ultrajado. Me desnudaban con la mirada. En sus ojos vi sadismo, sumisión, algunas escenas de ternura, polvos maternales y coitos de discoteca; vi afanes exhibicionistas, bondage, enfermeras de anuncio, fantasías de fresa y nata, lencería fina y hasta vi alguna que otra pervertida conmovida vía flujos con la falta de higiene. Todo eso vi, y más cosas que no digo por espanto, en aquellos ojos que sólo querían devorarme. Era como mirar El Aleph en youporn.
Cuando salté del árbol, las más robustas, germanas en su mayoría, ya lo estaban arrancando de raíz. Algunas creyeron que yo seguía en la copa y se lanzaron como bestias a por el botín. Yo lo vi desde la casa de un mono que vivía en el árbol de al lado, con la esperanza de pasar inadvertido entre los simios. Mi treta no duró mucho. Me descubrieron cuando mi casero mono pensó que no se iba a ver en otra igual en su vida y decidió hacerles el cortejo a todas aquellas hembras humanas. Se le puso el pito como un alien que nace con collarín. Aquello las distrajo unos segundos, pero me vieron dándome a la fuga en el regazo de una mona que me acogió como a una cría por pura lástima. Las mujeres mataron a la mona y decidieron que lo más justo era hacer cola. Me obligaron a hacer el amor con todas ellas, algunas repitieron. Perdí la cuenta a la altura del polvo dos millones.
Regresé a casa con la ropa arrugada y con la sensación de que la goma del calzoncillo ya no era la misma que antes. Me prometí a mí mismo no volver a publicar un anuncio en la prensa bajo el encabezamiento: “Para follar y lo que surja”. Y no lo he vuelto a hacer.
Cuando salté del árbol, las más robustas, germanas en su mayoría, ya lo estaban arrancando de raíz. Algunas creyeron que yo seguía en la copa y se lanzaron como bestias a por el botín. Yo lo vi desde la casa de un mono que vivía en el árbol de al lado, con la esperanza de pasar inadvertido entre los simios. Mi treta no duró mucho. Me descubrieron cuando mi casero mono pensó que no se iba a ver en otra igual en su vida y decidió hacerles el cortejo a todas aquellas hembras humanas. Se le puso el pito como un alien que nace con collarín. Aquello las distrajo unos segundos, pero me vieron dándome a la fuga en el regazo de una mona que me acogió como a una cría por pura lástima. Las mujeres mataron a la mona y decidieron que lo más justo era hacer cola. Me obligaron a hacer el amor con todas ellas, algunas repitieron. Perdí la cuenta a la altura del polvo dos millones.
Regresé a casa con la ropa arrugada y con la sensación de que la goma del calzoncillo ya no era la misma que antes. Me prometí a mí mismo no volver a publicar un anuncio en la prensa bajo el encabezamiento: “Para follar y lo que surja”. Y no lo he vuelto a hacer.
6 comentarios:
¡Novatillo! Esas aungustias sólo se pasan al principio. A mí, que esas cosas me pasan día sí, dia no ya no me molestan ni las germanas, ni las etíopes, ni las autóctonas haciendo cola.
A vosotros lo que o molesta es que ya no se fijen en vosotros ni Perri Mason. Es un hecho natural. A todos los hombres, excepto a Paul Mewman, les pasa, les ha pasado y les pasará.
Yo una vez ne follé a una germana... Y a un mono.
El video de El Aleph versión youporn es lo mejor que he visto en mucho tiempo. A ver cuándo subes el enlace...
tx
Muerte por kiki!
Eso me pasó a mí, pero la diferencia es que a mí el mono no me delató ;).
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