12 octubre 2007

Los ojos del asesino*

Nos turba que el monstruo no lo sea siempre y que al asesino no se le note y que el torturador caiga de su atalaya de animal inexpugnable. Nos turba ver en los ojos del asesino un brillo liento que es un reflejo de los fluorescentes del techo, un brillo de conmoción o pregunta que es tan fácilmente trasladable a los ojos propios. Nos turban las cejas del torturador porque son las mismas cejas que tuvimos nosotros el primer día de párvulos a la puerta del colegio: cejas de incomprensión, de desamparo, de quien comienza a sospechar que no se va a despertar nunca de la pesadilla. “Era cierto, aquí acaba todo”, pensamos aquel día, con cuatro años, cuando vimos por primera vez la espalda de nuestra madre desaparecer tras una puerta. “Era cierto, aquí acaba todo”, pensó el asesino al conocer la sentencia, exactamente igual que nosotros cuando aún estábamos nuevos, sin arrepentimiento, ni culpa, ni mancha. Nos turba que la inocencia y la culpa puedan llevar las mismas cejas, los mismos ojos con el mismo brillo. Nos turba que ese brillo también nos pertenezca porque significa que el asesino es uno de los nuestros. Nos turba vernos en su desamparo porque podemos vernos también en su ira, en algún lugar que está detrás de sus ojos y de los nuestros; un lugar íntimo, o es oculto, o es silenciado e intentamos que sea ignorado o aun que deje de existir o que no haya existido nunca. Pero ahí está, el torturador, el asesino y el delator, detrás de nuestros ojos de niño de cuatro años a la puerta del colegio, silente como una metástasis que un día llega y mata.
*Christian Von Wernich secuestró, torturó y asesinó durante
la dictadura argentina, 1976-1983.
Es sacerdote. Más detalles…

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