Cuando muero en la calle

Tengo una fantasía recurrente: imagino que un francotirador me dispara desde lo alto de un edificio mientras voy caminando por la calle. El tiro es sólo un tiro y es mortal, pero no muero en un instante, tardo dos. La bala podría darme en la cabeza, lo sé, también lo temo, pero nunca ocurre, siempre recibo el aguijonazo en el pecho o en la espalda. No sé si mi mente lo anula o es que no se siente dolor al ser herido de muerte o es que no me da tiempo a sentirlo. El impacto hace que me voltee en el aire y entonces se produce el desprendimiento, en el instante previo a una muerte que ya es segura. Estoy totalmente suspendido, ni pies ni manos ni espalda han tocado todavía el suelo. En ese segundo soy indiferente a la muerte, no es que la acepte, es que no la cuestiono, tampoco la espero, es como si todavía me separase de ella algo inquebrantable y al mismo tiempo ya estuviese llegando. Da igual, todo da igual. Veo mi cuerpo desde fuera, lo veo girando en el aire y me parece bello, la paciencia y el pulso del francotirador me parecen admirables y pienso que yo nunca he sido, ni seré ya, un profesional tan correcto como él, pero no me lo reprocho. No me reprocho nada. No hago cuentas con el pasado ni paso revista a los rostros que perdí o a los que todavía me acompañan. No hago, tampoco lo hago, acopio de frustraciones ni de sueños por cumplir, ni me rindo ante el éxito de los cumplidos. Me veo en el aire y ese instante lo es todo, el más importante y el más placentero de mi vida, el momento en el que ya nada importa. No importan el amor, ni las lágrimas, ni importa el odio. Y, sin embargo, no es un instante vacío. Después caigo y ni siquiera tengo tiempo de sentir el impacto de mi cuerpo contra el suelo. Desaparezco y la fantasía termina. Si se parece a algo vivo, es al silencio, pero a un silencio sin conciencia de ruido. Si se parece a una idea es a la de libertad, pero a una libertad sin conciencia de pasado ni ambición de futuro, una libertad en infinitivo.