Me he quedado encerrado en el ascensor esta mañana. Cuando se ha parado, entre el cuarto y el quinto piso de un ministerio, me he dado cuenta de que iba acompañado: un hombre de treinta años, moreno, gafas, pelo corto, flaco y con los ojos azules, casi blancos, ése azul que parece frágil. “Algo se desconecta en el cerebro y allí, al fondo, está el bromazepam. Algo se desconecta en el cerebro y aparece la sombra de la benzodiacepina. Se duerme como un niño puesto de narcóticos”, ha sido lo primero que le he oído decir. Después lo ha repetido, muchas veces, cada vez más bajo, sin quitar la vista de la puerta de acero que reflejaba nuestros cuerpos distorsionados, como si se estuvieran derritiendo. He sentido calor, calor desde dentro de las venas. Primero he mantenido la calma. Después he golpeado la puerta. Al final he gritado, o he querido gritar, pero el grito se me ha quedado dentro, como en los sueños cuando se vuelven pesadillas. Entonces, me ha mirado con sus ojos azul frágil y me ha dicho muy despacio: “Si gritas de verdad, moriremos los dos”. Me lo he creído. Se ha puesto a murmurar algo sobre farmacología y poetas. Ha dicho “ansioso lisonjera” y “barbitúricos” en la misma frase. Después, ha puesto su nariz en mi nariz y me ha dicho que con pastillas no hay poesía, y con el índice extendido, como si pudiera traspasarme, ha tocado la campana de socorro.A los cinco minutos el ascensor se ha movido. Cuando se han abierto las puertas, el loco ya no estaba.
25 agosto 2007
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